Mi mente comenzó a divagar entre discursos sin sentido, entre distracciones y tentaciones que la voluntad debilitada persigue como una polilla la luz de un farol. Me detuve, ya había cruzado un umbral, podía ver dentro de mi interior sombras como si un velo de papel de arroz estuviera puesto ante mí. Una calidez me abrigo, pero solo era la expansión del ser que se acercaba galopando hacia mí, lograba divisar su figura iluminadamente sombría, su jadeo que paralizaba mi voluntad, su porte que variaba sincrónicamente dominando mi temple. Me rodeo en fuego, estaba en todos lados o donde deseaba estar. Comprendí que su esencia era todo lo que temí, todo por lo que caí y caería, todo aquello por lo que no me levanto, lo que odio, por lo que miento, oculto, vomito, repudio, lloro, inspiro, canto, rio; él lo sabía, me lo mostraba. Me mostró el pasado y el futuro, atrajo el rayo de dios y el templo cayó, todo estaba destruido, muerto, pero listo para renacer. Ahora comenzaba el camino, ahora guiaba los senderos, protegía la entrada a mi templo destruido, receloso, poderoso, hambriento por haber nacido, llamado, evocado, invocado, encantado, raptado, para despertar en las manos de un neonato.
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